Siempre me han gustado las encinas ( Quercus Ilex), son árboles de porte majestuoso, altos, poderosos y humildes a la vez. Nacen en cualquier sitio, al lado de un camino, entre rocas, en suelos áridos y pobres y sólo se riegan cuando cae el agua del cielo, por estas tierras no muchas veces. Aguantan nuestro frío y calor extremos. Su fruto es aprovechado por animales tan distintos como el cerdo o la grulla y roedores de todo tipo. Aquí están en su hábitat, la dehesa.
En cuanto tuve ocasión sembré las mías. Las bellotas fueron recogidas de dos ejemplares con más de treinta años que están en un jardín en mi lugar de trabajo.Sembré tres, cada una en un recipiente y con veinte o treinta centímetros de altura las trasladé a su lugar actual. Busqué una buena encina, en la zona de la "Serrezuela" que hay muchas y recogí tierra cercana a ella para echarla en los hoyos donde iban a ir ( había leído que crecerían mejor con tierra de otras encinas).Han pasado por todo tipo de situaciones y cada una tiene una pequeña historia que contar, así de distintas están.
Cuando las planté en tierra me dijeron que ya veríamos si probaba sus bellotas. Y este año, después de cinco, ya hemos visto sus frutos, de la encina más alta y de un alcornoque que tenía en plan bonsai y que trasplanté por la misma época. Y digo "visto" porque en cuanto han caído a tierra desaparecieron. Seguro que los ratoncillos de campo las pusieron a buen recaudo.
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